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Alcira tenía quince años y un hijo de meses llamado Damián cuando a su marido le vaciaron un cargador entero y lo dejaron muerto y torcido en una piecita de Constitución. Hasta ese momento, la mujer pensaba que su marido importaba electrodomésticos de Bolivia. Ella era argentina y vivía en los zócalos de Buenos Aires y también en la ignorancia de una verdad mucho más oscura: su marido formaba parte de una red de narcotraficantes y aquél había sido un clásico ajuste de cuentas.


A partir de esa dolorosa toma de conciencia, cargó con el niño y comenzó a huir. Sobrevivió poco tiempo en un taller textil, donde trabajaba 18 horas seguidas por un sueldo indigno, y se negó a prostituirse, como algunas parientas le sugerían: un tío la había violado de chica en Villa Lugano y le había dejado una herida indeleble en el alma. Un amigo le prestó treinta gramos de cocaína proveniente de Cochabamba y la inició en el asunto. No fue difícil entrar en el negocio. Fue ascendiendo y juntando dinero, y se enamoró de un peruano que resultó un delincuente de armas tomar. Los ladrones y los narcos se odian, injurian y combaten. “Yo soy chorro -le decía él-. No puedo asociarme con una transa asquerosa.”


A ella le parecía que él practicaba un oficio violentísimo y sin códigos. El asaltante es un cruel guerrero que hace culto del coraje; el narco se ve a sí mismo como un simple comerciante que recurre al gatillo únicamente cuando no le queda más alternativa. “Si me querés -le dijo ella-, quereme transa.” Precisamente así se titula un libro inusual, asombroso y perturbador, toda una experiencia de vida que firma Cristian Alarcón, periodista chileno afincado en nuestro país, alumno de Ryszard Kapuscinski, amigo de Jon Lee Anderson, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez y autor además de otra novela verídica y legendaria que publicó hace siete años.


Jorge Fernández Díaz

Si me querés, quereme transa - Cristian Alarcón

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Alcira tenía quince años y un hijo de meses llamado Damián cuando a su marido le vaciaron un cargador entero y lo dejaron muerto y torcido en una piecita de Constitución. Hasta ese momento, la mujer pensaba que su marido importaba electrodomésticos de Bolivia. Ella era argentina y vivía en los zócalos de Buenos Aires y también en la ignorancia de una verdad mucho más oscura: su marido formaba parte de una red de narcotraficantes y aquél había sido un clásico ajuste de cuentas.


A partir de esa dolorosa toma de conciencia, cargó con el niño y comenzó a huir. Sobrevivió poco tiempo en un taller textil, donde trabajaba 18 horas seguidas por un sueldo indigno, y se negó a prostituirse, como algunas parientas le sugerían: un tío la había violado de chica en Villa Lugano y le había dejado una herida indeleble en el alma. Un amigo le prestó treinta gramos de cocaína proveniente de Cochabamba y la inició en el asunto. No fue difícil entrar en el negocio. Fue ascendiendo y juntando dinero, y se enamoró de un peruano que resultó un delincuente de armas tomar. Los ladrones y los narcos se odian, injurian y combaten. “Yo soy chorro -le decía él-. No puedo asociarme con una transa asquerosa.”


A ella le parecía que él practicaba un oficio violentísimo y sin códigos. El asaltante es un cruel guerrero que hace culto del coraje; el narco se ve a sí mismo como un simple comerciante que recurre al gatillo únicamente cuando no le queda más alternativa. “Si me querés -le dijo ella-, quereme transa.” Precisamente así se titula un libro inusual, asombroso y perturbador, toda una experiencia de vida que firma Cristian Alarcón, periodista chileno afincado en nuestro país, alumno de Ryszard Kapuscinski, amigo de Jon Lee Anderson, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez y autor además de otra novela verídica y legendaria que publicó hace siete años.


Jorge Fernández Díaz

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